Primero el 10, después el 55 y dos horas y pico después estaba en mi destino, caminando lo más pancha por St Just a las 8 y tanto de la mañana cual un vecino más.
Tenía que hacerme unos estudios médicos para dar clases en una Universidad, así que después de entregar una considerable cantidad de mi sangre azul me senté en un bolichón nada despreciable y pedí desayuno para tres por el mismo precio que en la esquina de mi casa me tomo un cortado.
Feliz con la experiencia, el lugar, la gente, todo (sí, creo que el vaciado y rellenado de sangre me produjo un efecto colateral no buscado pero de lo más estimulante...), terminé mi festín, estiré la manito y me tomé el 55 de regreso.
Volvía dormitando, escuchando música y describiendo mentalmente mi mañana de turismo de alto
handicap por el conourbano bonaerense cuando una llamada me despertó.
Era un amigo invitándome a ver la semifinal del Abierto.
Acepté, obvio.
Me bajé del 55, me subí al 10, me encontré con mi amigo y mi entrada, corrí a casa, dejé mis papeles y vestimenta universitarios y dediqué 20 minutos a crear mi look de “me puse lo primero que encontré en el ropero”.
Salí, y caminando a la parada del colectivo me arranqué la curita que todavía tapaba mi vena agujereada, me sequé con el algodoncito el lagrimón que se me piantó con el tirón (no hay caso, nunca logré que poner cara de “no pain” venga acompañado de un real “no pain”), y veinte minutos después, 10 mediante (nuevamente), ya era un integrante más de la jungla palermitana.
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