Mi
barco tiene cortinas de tul de colores que cuelgan fuera de la borda.
Las veo
moverse al viento como las banderas de oración del Tíbet. Aunque ya debo
unirlas para formar una barrera contra los mosquitos. Me gusta el efecto de nicho
multicolor que se genera cuando las cierro, pegándolas entre sí y a la borda.
Por eso las concebí así. Adoro verlas volar y verlas cuidarme.
Y no, no parece una tienda de gitanos.
Quizá también
deba prender esas velas antimosquitos que compré, siempre hay más mosquitos en
esta época.
Además son muy románticas y no necesito excusas para prenderlas. Las
fijo en sus lugares, lejos de
las cortinas, y las prendo, atenta a que queden
bien firmes.
Nos
sentamos afuera, a presenciar el espectáculo del final de otro día. Mi perra ya
se acostumbró al movimiento constante del agua y también mira, relajada.
Huelo
el río, y sus plantas, y las mías. Ya tengo algunas flores y corté unas para
armar floreros.
Adentro
-sí temprano, ahora me muevo con el sol- se cocinan verduras de la huerta que instalé
arriba, junto con un pescado comprado a un lugareño. Creo que me voy a armar un
horno de barro. Será peligroso en un barco? Tendré cuidado.
Nunca
me decido a poner música, alucinada como quedo por los sonidos del río. La
pongo de a ratos, bajito, para que armonice.
Entro a
buscar una manta de hilo para taparnos, porque pese a que es verano refrescó con
la lluvia de la tarde.
La
felicidad me hace bailar, lento, como flotando, con una sonrisa que me sale de
las entrañas.
La
plenitud tiene nombre, y es el mío.
Hermoso
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