Un día soñé que estaba por morir –o recién muerta, no estaba claro- y el encargado de darme sepultura se negó a hacerlo porque dijo que así no podía, que yo no tenía identidad y que él tenía que poder saber quién era yo. Me ordenó volver a la vida para buscar mi identidad.
¿Inspirador no?.
Pero a mí (más que asombro por mi propia genialidad en soñar eso), no me generó reacción alguna. No me movió a nada. Y seguí inmóvil por unos cuantos siglos más.
Ahora deseo exhibir mis incongruencias y recibir críticas –o crudísimos, despreciativos silencios- que no vengan de mí.
Mis críticas son elogios. Quién se ocuparía tanto de cuestionar a alguien que no merece su atención??
Mi mayor temor es al desprecio ajeno. El mío es para mí una caricia, que no me prepara en absoluto para el de otros.
Alguna vez –muchas en realidad-, dije que me critico para anticiparme a la observación objetiva –necesariamente negativa, doy por sentado- de otros. Pero no es cierto. Mi autocrítica permanente es una especie de comportamiento obsesivo compulsivo, necesariamente adictivo y por ende generador de un mínimo nivel de placer, consistente en mi caso en la familiaridad que siento al estar allí.
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